El Valle de Cachapoal, bendecido por la generosidad de su tierra y el abrazo cálido del sol, no solo regala vinos de cepas nobles desde un fresco y cítrico sauvignon blanc hasta un estructurado y sofisticado carmenare, sino que también atesora una tradición culinaria arraigada en la esencia misma de su paisaje. Aquí, donde los Andes imponentes custodian los campos fértiles y el agua del glaciar nutre nuestros campos y valles, la comida de campo se erige como un lenguaje silencioso pero elocuente, narrando la historia de su gente y la profunda conexión con su territorio.
En el corazón de esta identidad gastronómica lo podemos representar con los calderos. Estas humildes ollas de metal, testigos de innumerables jornadas y celebraciones, son mucho más que simples utensilios de cocina. Son símbolos poderosos de la creación de identidad, contenedores de saberes ancestrales transmitidos de generación en generación. Imaginen el sonido de la leña bajo el caldero, el hervor lento y constante liberando aromas que evocan la tierra húmeda, las hierbas silvestres y la paciencia de una cocción a fuego lento. En ese proceso que se viene haciendo desde los primeros tiempos, los ingredientes locales –las papas recién cosechadas, los porotos robustos, la carne jugosa de animales criados en libertad, las verduras de la huerta– se transforman en platos que nutren el cuerpo y el alma, pero que también fortalecen los lazos comunitarios.
Pensemos en una humeante cazuela de ave, donde el caldo dorado acaricia trozos de pollo tierno y verduras de estación, perfumada con el toque inconfundible del cilantro fresco. O en un charquicán sustancioso, con su zapallo camote dulce contrastando con el sabor intenso del charqui y la vivacidad de la cebolla y el pimentón. No olvidemos las pantrucas, esas láminas de masa irregular que flotan en un caldo reconfortante, perfectas para los días fríos del invierno. Estas preparaciones, nacidas de la necesidad y la inventiva rural, son la esencia de la cocina del Cachapoal. Cada receta, con sus variantes familiares y secretos transmitidos oralmente, es un eslabón en la cadena de la memoria colectiva, un recordatorio constante de quiénes son y de dónde vienen sus habitantes.
La magia de estos platos trasciende el simple acto de comer. El caldero, alrededor del cual se congregan familias y amigos, se convierte en un punto de encuentro, un espacio donde se comparten historias, risas y el fruto del trabajo diario. La preparación de estas comidas es un ritual comunitario, donde cada uno aporta su granito de arena, desde la recolección de los ingredientes hasta el cuidado del fuego que lo hace el que está más cerca. En ese acto colectivo, se forjan lazos de pertenencia y se reafirma la identidad del territorio, uniendo a las personas a través del sabor y la tradición.
Sin embargo, en el devenir del tiempo, la gastronomía ha experimentado una transformación significativa. Aquella cocina de subsistencia, nacida de la necesidad de alimentar a la familia y aprovechar los recursos disponibles, ha evolucionado, en muchos casos, hacia un producto comercializable. Si bien esta transformación puede generar oportunidades económicas y dar a conocer los sabores locales a un público más amplio, es crucial distinguir entre la gastronomía como una expresión genuina de la identidad territorial y aquella que se convierte en un mero objeto de consumo transable y sin un trasfondo real.
La gastronomía y nuestra cocina como necesidad se arraiga en la tierra, en las estaciones, en las prácticas ancestrales y en la transmisión de conocimientos de generación en generación. Sus ingredientes son, en gran medida, un reflejo del entorno natural y las técnicas de cocción buscan realzar los sabores auténticos de la materia prima. Su valor reside en su capacidad para nutrir, reconfortar y conectar a las personas con su historia y su cultura.
En contraste, la gastronomía como producto, aunque pueda inspirarse en las tradiciones locales, a menudo se adapta a las demandas del mercado, priorizando la estética, la novedad y la rentabilidad. Si bien la innovación y la creatividad son importantes, existe el riesgo de que la esencia misma de la cocina territorial se diluya o se transforme solo en un producto para satisfacer las expectativas del consumidor. Se pueden sofisticar las presentaciones, incorporar ingredientes foráneos, todo trufado como diría un amigo o modificar las recetas tradicionales hasta el punto de perder su autenticidad y su conexión con el territorio.
Es fundamental, entonces, valorar y preservar la gastronomía del Valle de Cachapoal en su forma más auténtica. Apoyar a los productores locales y producciones propias, rescatar las recetas tradicionales, promover el consumo de productos de temporada y fomentar la transmisión de los saberes culinarios son acciones clave para asegurar que la comida de campo siga siendo un reflejo fiel de la identidad territorial y no se convierta en un simple producto desprovisto de su significado cultural.
En Los Calderos del Brujo sigue hirviendo el corazón del Cachapoal, recordándonos que los sabores más auténticos son aquellos que nacen de la tierra, se cocinan con paciencia y se comparten en comunidad. Mantengamos viva esa llama, para que las futuras generaciones puedan seguir degustando la rica historia de este valle en cada bocado, risa y tradición.
Víctor Cordero , “El Brujo”
Los Calderos del Brujo, El Carrizal, comuna de Quinta de Tilcoco
Región de O’Higgins
En Instagram: @loscalderosdelbrujo
Texto de Gloria González Godoy, antropóloga de la UAHC
“¡Mi mamá!... ¡Cómo extraño su sazón, el olor de su cocina, sus pláticas mientras preparaba la comida, sus tortas de Navidad! Yo no sé por qué a mí nunca me han quedado como a ella y tampoco sé por qué derramo tantas lágrimas cuando las preparo, tal vez porque soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela, quien seguirá viviendo mientras haya alguien que cocine sus recetas”.
“Como Agua para Chocolate”, Laura Esquivel. 1989.
Comenzamos nuestra reflexión desde la emoción que provoca este párrafo del libro de Laura Esquivel (1989), y a partir de su análisis se puede evidenciar el poder de la memoria, que no sólo evoca acontecimientos que ya sucedieron, sino que también se expresa en sensaciones, repasando emociones, despertando olores, apelando a sabores y reviviendo a seres queridos que nos acompañan en este acto de recordar. Etimológicamente “recordar” es una palabra que proviene del latín “recordari” que significa “volver a pasar por el corazón” .
En el ejercicio de recordar se produce una resignificación profunda, cuando se trae al presente momentos o hechos del pasado. Dichos recuerdos se tiñen de subjetividad, otorgándole un sentido a aquello que se recuerda. El poder del testimonio o relato de vida como fuente de información oral nos permite acceder no sólo a historias de un individuo, en tanto experiencia vivida, sino que también nos permite comprender dicho testimonio como parte de lo social.
De esta manera podemos pretender aprehender lo general y lo universal, basándonos en lo individual y lo singular. Por tanto, la subjetividad y la singularidad adquieren valor de conocimiento (Ferrarotti, 1983; De Gualejac, 1984; Correa, 1999) .
Como equipo de trabajo creemos que, en nuestro recorrido por la Provincia, hemos podido generar instancias en conjunto con los adultos mayores, que nos han permitido volver a pasar por el corazón. Y desde esa mirada, consideramos que el enfoque biográfico como metodología de trabajo, enriquece el acercamiento y la interpretación que podemos realizar de la historia y de las transformaciones que se han manifestado en la ruralidad de la zona central en los últimos 100 años.
Estas transformaciones no sólo se expresan en las variaciones de la tradición culinaria y en los nuevos paradigmas alimentarios, sino que también los relatos de vida nos conceden la oportunidad de comprender los cambios en las estructuras productivas agrarias y en las pautas de poblamiento de la zona, lo que a su vez modificará las dinámicas sociales y familiares de los habitantes de la Provincia de Cachapoal.
En esta oportunidad nos detendremos en el análisis de las memorias de las y los adultos que viven en las comunas de Rengo, Requínoa y Rancagua. Nuevamente los testimonios a los que accedimos nos remiten a la matriz cultural que constituyó la institución hacendal. La mayoría de las y los entrevistados nació en la década de 1940, y sus relatos abarcan los recuerdos de la época de sus infancias, y cuando se ubican en esa temporalidad nos transmiten información relacionada con sus abuelos/as, padres y madres.
De acuerdo con los relatos, la alimentación se basaba en las cosechas que otorgaba el cultivo de la porción de tierra que el fundo les entregaba como regalía, en el mismo espacio familiar. Se comía según la estación y se aprovechaban todos los recursos a los que se tenía acceso. Sin embargo, ciertos componentes/ingredientes se adquieren a través de la compra en pulperías o pequeños negocios, compras que se caracterizan por ser en pequeñas cantidades ya que existía una escasa capacidad adquisitiva.
“Cocinaba solamente mi mamá, ella preparaba lo que había, lo que se cosechaba, cebollas, porotos, choclos (…) también criaba muchas aves, gallinas, pollos, patos, pavos, teníamos huevos. También criaba una vaca y sacaba leche, hacía queso fresco y mantequilla, para la casa y para vender. [Con esas ventas] la mamá compraba fideos, aceite, azúcar, harina en Requínoa (…) También criaba animales y preparaba queso de cabeza, grasa, prietas, todas esas cosas, pero para el gasto de la casa” (Pedro Caro, Requínoa, 2025) .
Del mismo modo, los relatos dan cuenta de la pobreza material de la época, siendo el espacio doméstico un lugar muy presente en los recuerdos, sobre todo la cocina, tornándose en un reflejo de las condiciones en las que se vivía. El espacio en donde se encontraba la cocina siempre se describe como una pieza, muy sencilla, con un fogón en el suelo o una cocina a leña, descripciones que dan cuenta de la escasez material en la que vivían los habitantes de las zonas rurales de fines de S.XIX y principios S.XX.
“La cocina era muy pobre. Tenía un fuego en el suelo con una rejilla, las murallas eran de barro y el techo de totora. En la noche conversábamos alrededor del fuego y tomábamos café de higo” (Magaly Durán, Rengo, 2024).
Las narrativas traen al presente el contexto del inquilinaje y logran describir cómo se desarrollaba la vida al interior de un fundo o hacienda, o en el caso de los que vivían en un pueblo cercano a una. A su vez, los recuerdos nos dan detalles cotidianos que nos permiten interpretar el lugar que ocupaban en el orden hacendal.
Los testimonios y los relatos sobre sus antepasados nos permiten identificar procesos sociales e históricos que dan cuenta de la modificación en el sistema de inquilinaje y cómo dichas transformaciones han variado, con el correr de los años, la condición femenina y el comportamiento de la familia como institución, considerada bajo este sistema de dominación, como una unidad de producción, de consumo y de reproducción social.
“Mi abuelo trabajó en el Fundo El Molino. El dueño era Julio Silva, y era como llavero [Mi papá] también trabajó en ese fundo. Al papá y al abuelo les daban la galleta (…) Al desayuno tomábamos leche fresca de la vaca con té y las galletas que le daban al papá por el trabajo, podía ser con queso (…) [Cuando nos casamos me dediqué] a ser dueña de casa y a la crianza de los hijos” (Teresa Moya, Requínoa, 2025).
En la época de infancia de las y los entrevistados, ya había finalizado el ciclo cerealero exportador de Chile y la agricultura comienza a subordinarse al desarrollo industrial, bajo el modelo de sustitución de importaciones. En el campo se están produciendo intentos de modernización de fundos y haciendas, y dichas innovaciones llevan a un proceso de reconversión productiva y a la profundización de la especialización regional (J. Bengoa, 1990; X. Valdés, 1995) .
Estas transformaciones agrarias se comienzan a experimentar a partir de la década de 1930 y provocan un proceso de modificación del sistema de inquilinaje, surgiendo ciertos procesos sociales que inciden en la reorganización de la familia tradicional inquilina. Estos se relacionan con la división del trabajo en fundos y haciendas, estableciendo categorías de trabajadores y una jerarquía de funciones, lo que determinó su acceso a recursos productivos y de consumo (regalías).
Esta jerarquía laboral evidencia la división social del trabajo y establece una división sexual al interior de la familia, situando a la fuerza laboral masculina en la producción hacendal y desplazando a las mujeres de la producción social en las haciendas (trabajos remunerados) y apartándolas a la producción doméstica de subsistencia. Al mismo tiempo, se comienza a experimentar un proceso de descampesinización o descomposición del sistema de inquilinaje, lo que implica una creciente salarización de los inquilinos ya que las regalías productivas (acceso a tierras) y de consumo comienzan paulatinamente a dejar de valorarse como remuneración. Será a partir de 1953 que se decretan disposiciones legales sobre salario mínimo (X. Valdés, 1992)
Este proceso repercutió en la familia como unidad, sobre todo en la mujer, que pierde por un lado, su espacio de producción social; producto de la mecanización de ciertas labores como la ordeña y en el caso de las cocineras por la reducción paulatina de las regalías en comida, y por otro, la pérdida de su espacio doméstico de producción de subsistencia (con la reducción del acceso a tierras de usufructo) y volcándose a labores de cuidado y de reproducción de la vida cotidiana, siendo el trabajo doméstico de dueña de casa el rasgo predominante de la condición femenina.
De esta manera, cuando había tierras y ganado, las mujeres sacaban leche y preparaban queso y mantequilla. Cosechaban los productos de la huerta, criaban aves de corral, hacían el pan, todo para el consumo familiar.
“La mamá era dueña de casa (…) las mujeres se dedicaban a la cocina (…) se criaban pollos, vacas, mi mamá sacaba leche y con la nata hacía mantequilla” (Teresa Moya, Requínoa: 2025).
Cuando la mujer pierde su espacio productivo continuará dedicándose exclusivamente a las labores domésticas y a la preparación de alimentos, siendo la cocina el espacio bajo su dominio. Estos procesos concuerdan con los relatos de todas y todos quienes han sido entrevistados, que recuerdan que la labor de la mamá fue ser dueña de casa, lo que se traduce en la dependencia económica del salario masculino.
No obstante, en los casos en que el salario masculino no alcanza para la mantención de la familia, también emergen procesos de proletarización femenina, que se incrementan desde la década de 1960, cuyos ingresos siempre son considerados como un complemento. En muchos casos, llegan a convertirse en jefas de hogar cuando el marido está desempleado o no figura dentro de la familia, generando diversas estrategias que le permitan generar ingresos. Sin embargo, también comienza a proletarizarse el trabajador agrícola masculino antes y después de la Reforma Agraria.
De esta manera, podemos inferir que todas estas transformaciones influyen en la organización de la familia, y nos señala que las cocinas y las preparaciones están estrechamente ligadas a los sistemas productivos y que están en estricta relación con el contexto laboral.
“Estudié muy poco por la situación que teníamos y empecé a trabajar a los 14 años en el campo, en siembras, cosechas. Mi papá fue trabajador campesino toda su vida en el fundo de Don Alfredo Concha de El Rincón (…) Yo le ayudaba al papá, como éramos 4 hermanos y yo era el mayor, acompañaba al papá siempre. Vivíamos en una casa que pertenecía al fundo. Mi mamá era dueña de casa (…) En esos años la cosa no era muy buena para vivir, comer. Yo le reconozco a mi madre porque trabajó mucho en el campo, sacaba leche, hacía queso, mantequilla, criaba aves para vender, los huevos, todas esas cosas hacía ella con el fin de criarnos y alimentarnos porque la situación de mi padre nunca fue muy buena. Entonces reconozco a mi madre mucho y la recuerdo” (Pedro Caro, Requínoa: 2025).
Estos procesos han contribuido en la mirada en torno a la imagen de la mujer, determinando culturalmente sus roles de género. Dentro de estos encontramos la tradicional figura de la madre dueña de casa que se dedica a su familia, con abnegación, sacrificio, amor incondicional, gestionando la vida doméstica en su totalidad. Por tanto, se concibe a la familia y el hogar como el lugar de las mujeres, -y de esta manera, la sociedad y, sobre todo, las generaciones mayores comprenden a lo femenino-, como sinónimo de lo materno. De esta manera, la mirada conservadora hacia la mujer se refleja en los relatos y en ese sentido, resulta relevante para la reflexión mencionar el aporte que hace de S. Beauvoir (1949) al considerar que el ser mujer es una construcción social que se centra en el “ser para otros” y de esta manera se legitima su subordinación.
“Fui al colegio hasta sexto básico, no seguí estudiando y me quedé en la casa ayudando a la mamá hasta los 18 años porque tuve a mi primer hijo y tuve que salir a trabajar porque fui mamá soltera (…) Mi mamá me enseñó a cocinar (…) Cuando era niña se cocinaba todos los días porotos con tallarines, con cochayuyo, con mote, con locro que lo preparaba mi mamá. Había dos platos, el segundo podía ser pantrucas, machitos ahogados (…) Los porotos los cosechaba mi papá, teníamos una huerta en la casa, con papas, porotos verdes, choclo, tomate, cebolla, perejil, apio, de todo. Se comía según la estación (…) maíz para alimentar a los pollos de campo, a los chanchos. Mi papá tenía vacas, chanchos, caballo” (Magaly Durán, Rengo, 2024).
Sus madres y abuelas podían cultivar en su propia huerta, o podían criar algo de ganado y elaborar productos para el consumo familiar o la venta y así contribuir a la economía familiar. Sin embargo, un porcentaje de las y los entrevistados de todas las comunas relatan que en la actualidad ya no es posible cultivar y tener huerta porque no hay espacio suficiente o criar aves para el consumo familiar. Por tanto, muchos de los productos o ingredientes necesarios para la alimentación de la familia deben ser adquiridos en negocios o supermercados. De esta manera, los relatos de vida dan cuenta de los procesos y transformaciones en el espacio rural, que nos permiten comprender los cambios en los patrones de asentamiento que se van dando en la zona producto de las transformaciones que se viven en estos años.
El contexto actual es diferente, cada vez es mayor el número de mujeres que salen a trabajar. Los procesos socioeconómicos globales obligan a las familias a adaptarse a los nuevos escenarios y esta readaptación influye en cómo nos alimentamos.
Las familias actuales, o las familias de las y los entrevistados que han formado a sus hijos e hijas, ya no se caracterizan por ser una unidad de producción y consumo que distingue a la época hacendal con una economía campesina en su interior que producía para la autosubsistencia. En la actualidad, las nuevas generaciones que habitan en las zonas rurales viven en poblaciones o villorrios, producto de la urbanización del campo, y no poseen las condiciones materiales que permitan la auto subsistencia de la época anterior. Además, están inmersos en condiciones laborales asalariadas, muchas veces precarias, que obligan a buscar diversas estrategias de sobrevivencia, en un ritmo de vida acelerado.
Todas estas transformaciones culturales, sociales, económicas inciden en el surgimiento de nuevas definiciones de lo femenino y masculino, al mismo tiempo, se tensionan las miradas tradicionales con respecto a los atributos de género. Surgen intentos por romper con la naturalización de las representaciones atribuidas a hombres y mujeres. Frente a esto, las antiguas identidades chocan con las nuevas miradas de lo femenino, en un contexto en que las labores reproductivas se modifican por el creciente acceso de las mujeres al mercado del trabajo y sus relativos logros en el cambio de los roles domésticos.
“No hay tiempo para cocinar porque ya no se preparan platos de comida y los niños se acostumbran a comer comida chatarra” (Rosa González, Rancagua, 2025) .
Las fronteras que restringían a las mujeres a sus casas y a cargo de sus familias se están desdibujando y las mujeres se están desplazando al mundo público no sólo por necesidad de subsistencia, sino porque es un derecho la igualdad de oportunidades, el desarrollo profesional, la independencia económica, mayor poder a la hora de tomar decisiones, entre otros muchos argumentos que validan la apropiación de nuevos espacios en el ámbito público.
“Mis hijas, una cocina más que la otra porque trabajan y les falta tiempo. La vida de ahora es distinta a la de antes” (Rosa Aguayo, Rengo, 2024).
Sin embargo, pese a todas las transformaciones a lo largo del S.XX, y el modo de vida moderno actual, se mantiene, culturalmente hablando, una resistencia a la modificación de la división sexual del trabajo en el interior de la familia, sobre todo en las generaciones mayores, que vivieron en otra época y contexto cultural.
En ese sentido, las transformaciones en la alimentación son resignificadas de forma negativa, tanto en su aspecto nutricional como en su modo simple y rápido de preparación, en contraste con la comodidad de la vida moderna. De esta manera, las mujeres de las generaciones jóvenes no estarían desempeñando al cien por ciento el mandato social de madre y dueña de casa porque el actual contexto social, histórico, laboral, económico, productivo, es completamente diferente al de décadas atrás y en las dinámicas actuales de vida no resuenan con los atributos tradicionales de ser mujer.
Los relatos de vida de las y los entrevistados dan cuenta de esta tensión, al referir que ellas siguieron cocinando lo que aprendieron de la mamá y abuela. Se compara y se considera que las nuevas generaciones ya no preparan las recetas de su infancia y buscan alternativas que sean de rápida preparación.
“A esta generación le gusta lo más fácil, la comida rápida (…) las mamás acostumbran a los niños a esa comida (…) la cocina de ahora, la moderna, nada que ver con la antigua. Ahora es muy artificial y mucho químico. Los niños están acostumbrados (…) y las mamás no tienen conciencia, aunque uno les diga (…) se sientan y cada uno está por allá, por acá, no hay unión familiar. Antes se conversaba, se hacía reposo [después de almuerzo], todo eso se perdió” (Rosa Aguayo, Rengo, 2024).
Posiblemente, para las generaciones mayores la preparación de la comida sea percibida como una preocupación por la familia, como un gesto de amor, dedicación y generosidad, personificado tradicionalmente en la mujer.
A nuestro parecer, en la actualidad, esa mirada tradicional como mandato social y cultural de género, que sobre exige a la mujer, invisibiliza sus dobles o triples jornadas de trabajo, en un contexto de relaciones laborales y sociales de precarias.
Parafraseando a X. Valdés (1992), podemos considerar a la familia como un campo de disputa ideológica donde se observa claramente la resistencia de nuestra cultura a asumir su modernidad discursiva. Esta renuencia sigue plenamente vigente hoy, en pleno 2025.
*El presente artículo se enmarca en el proyecto “Saberes y Sabores del Cachapoal”, proyecto ganador del Fondart Regional 2024, financiado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.
Texto de Gloria González Godoy, antropóloga de la UAHC
En la presente columna continuaremos difundiendo nuestro viaje por las comunas de la Provincia del Cachapoal, con el interés de dar a conocer los recuerdos que sus habitantes tienen con respecto a la cocina y a las preparaciones típicas de sus lugares de origen. De esta manera seguiremos analizando, desde los relatos orales y bibliografía pertinente al tema, los componentes presentes en la memoria culinaria de sus habitantes.
Sin embargo, debemos tener presente que en nuestro país no existe una cocina típica chilena, ya que podemos identificar distintas cocinas, según el territorio, como también de los procesos históricos y migratorios que han sucedido a lo largo de nuestro devenir histórico desde antes de la conformación de Chile como nación hasta hoy.
Conviene subrayar que nuestro recorrido se centra en la Provincia del Cachapoal. Por tanto, cuando hablamos de comidas típicas o tradicionales, nos estamos enfocando en la cocina y en las preparaciones características de la zona central. En esta oportunidad, nuestro viaje será por las comunas de Pichidegua, Olivar, Quinta de Tilcoco y San Francisco de Mostazal.
Durante las visitas al territorio hemos podido acercarnos y conocer en la intimidad de sus casas, a hombres y mujeres mayores, que nacieron a lo largo de la década de 1940. Gracias al diálogo y la escucha, nos hemos introducido en sus memorias e historias orales. Estos vínculos con los habitantes nos han permitido conocer sus narrativas, sus historias de vidas, sus testimonios.
Desde la voz de sus habitantes, hemos conocido aspectos sobre la historia de la provincia y, en este proceso, hemos identificado ciertas características presentes en los relatos, que son compartidas y se reafirman en el discurso. Por tanto, consideramos que los recuerdos se articulan y se cristalizan en una memoria colectiva que nos vuelve a revelar esa matriz cultural tan significativa como lo fue la hacienda, tanto en términos culturales, sociales, simbólicos, históricos, económicos y políticos.
La impronta del sistema hacendal selló significativamente las experiencias de vida de hombres y mujeres que nacieron y se criaron en este territorio y contexto sociocultural. El sistema de vida que implicó la hacienda, el sistema laboral o inquilinaje, el sistema productivo y estructura social que había en su interior, determinó el tipo de alimentación habitual. En consecuencia, es innegable su valor simbólico y material.
De esta forma, cuando se conversa acerca de las memorias de las preparaciones y de la cocina de la infancia, cada descripción de ésta se encuentra determinado por esa matriz cultural.
De ahí que el propósito de este texto sea divulgar nuestras reflexiones que surgen desde la interpretación, con la finalidad de trazar una mirada que se aproxime a los sentidos presentes en los relatos, los cuales dan cuenta de la estrecha relación entre la cocina y la cultura, en tanto que la cocina engloba los distintos procesos que tienen relación con la producción, la preparación y el consumo. Es en estos procesos en los que observamos elementos de sentido; de naturaleza material y de naturaleza simbólica, que nos posibilitan realizar una interpretación de las dinámicas que se originan en la cocina.
“Se define habitualmente la cocina como un conjunto de ingredientes y de técnicas utilizadas en la preparación de la comida. Pero se puede entender <cocina> en un sentido diferente, más amplio y más específico a la vez: representaciones, creencias y prácticas que están asociadas a ellas y que comparten los individuos que forman parte de una cultura o de un grupo en el interior de esta cultura. Cada cultura posee una cocina específica que implica clasificaciones, taxonomías particulares y un conjunto complejo de reglas que atienden no solo a la preparación y combinación de alimentos, sino también a su cosecha y consumo. Posee igualmente significaciones que están en dependencia estrecha de la manera como se aplican las reglas culinarias” (Fischler, 1995:34)
Todo sistema alimentario se encuentra relacionado con el sistema económico, político, cultural y familiar de cada grupo social. De esta manera, es imposible al momento de conversar sobre los hábitos de alimentación no referirse a las diferentes dimensiones de la vida social de aquella época. Por consiguiente, el régimen hacendal otorga un sello identitario y ese molde cultural distinguió la experiencia social en la ruralidad, delimitando un estilo de vida con prácticas productivas tradicionales, que son distintivas de ese periodo, en el cual la producción familiar se orientaba hacia la autosubsistencia.
En ese sentido, un modo de vida caracterizado por un conocimiento y un saber campesino, tanto del entorno como de las técnicas de los cultivos, de los períodos de las cosechas, de la crianza de animales, de las preparaciones de los alimentos como de las técnicas de conservación de estos. Además, en esta sabiduría campesina podemos identificar aspectos ligados a salud; por ejemplo, en las meicas o curanderas y el uso de hierbas medicinales, o la atención del parto de la mano de las parteras, santiguadoras, cosmovisiones y sistema de creencias, religiosidad campesina, festividades, oficios, etc.
Al mismo tiempo, este modo de vida estructuró socialmente, ordenando y estipulando los atributos a las identidades de género; modelando hábitos, costumbres y prácticas sociales. En definitiva, se origina una amalgama de saberes, un sincretismo, que resultó del proceso de mestizaje, que a lo largo del tiempo combinó elementos identitarios que se convierten en los componentes de una cultura y de una identidad particular.
En efecto, y gracias a la información que obtenemos de los relatos, se desprende la relación existente entre la cocina, la identidad y la memoria colectiva. Al escuchar los relatos de lo que se comía en la infancia no sólo se trae al presente un recuerdo, un sabor, un olor, un modo de preparación, ingredientes, épocas del año (temporadas), sistemas de producción y formas de trabajo, sino que también se nos transmiten evocaciones que transitan tanto por la dimensión material y simbólica de la cultura. De esta manera podemos considerar la alimentación como un hecho social total (Alvear; 2023)“en tanto se vincula con todas las esferas de lo social” (2023:101)
Es decir, qué comemos, cuándo lo comemos y cómo lo comemos, da cuenta de una construcción cultural. De ahí que se relacione la cocina con la identidad y sea una expresión de ésta, generando sentimientos de pertenencia y de distinción con respecto a otros. Los alimentos están cargados de un valor social y cultural, transportan sentidos, generan identidad, activando una visión de mundo.
La identidad, según Castells (1997), es la fuente y organizadora de sentido. De esta manera, la construcción del sentido es la construcción de la identidad. En cuanto a los actores sociales, Castells entiende la identidad como “el proceso de construcción de sentido atendiendo a un atributo cultural, o un conjunto relacionado de atributos culturales,al que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido”(Castells, 1997, Vol 2: 28)
En los relatos podemos identificar puntos de intersección, que nos revelan esos sentidos comunes, además de una historia compartida, un territorio, o prácticas culturales, sólo por mencionar algunos. Es esta confluencia de sentidos la que nos sugiere un relato en común, que da cuenta de la memoria colectiva de los habitantes de las comunas visitadas.
En la mayoría de los testimonios acerca de la cocina de su infancia, podemos identificar elementos particulares de la matriz e identidad cultural. Al mismo tiempo, se reconoce el tipo de economía política, ya que evidencia los modos de producción tradicionales y sustentables característicos de la pequeña agricultura familiar campesina.
“Al desayuno no podía faltar la leche, (teníamos dos vacas), con harina tostada, <ulpo> más el pan recién horneado con queso fresco que hacía la mamá, o mermelada, o mantequilla que se hacía con la nata de la leche. Más un huevo revuelto o duro. Toda la alimentación era de la casa. También la cría de chancho para el consumo familiar (…) al almuerzo era dos platos, el plato principal era la cazuela de ave, vacuno o cerdo, o lo que hubiera. La cazuela era el plato fijo, el segundo plato era algo más seco o porotos (…) toda la semana se comía así (…) se comían las ensaladas que tenían en la huerta, se comía harta ensalada de yuyo. Los postres eran de leche porque había que ocupar la leche del día. La cena era un tazón de leche con Quaker o sémola” (Carmen Correa, Olivar)
Otro elemento de esta matriz guarda relación con un aspecto estructural que se conecta con la escasez, expresada en la pobreza material de los campesinos e inquilinos (en su mayoría) y habitantes de las zonas rurales, que dispone una lógica culinaria de subsistencia, o un sistema culinario, que, a su vez, y en gran medida, orienta también qué se consume, cuándo y cómo.
“Antes se preparaba la sopa de pan. Cuando una familia era pobre tener pan añejo era un acierto (…)Se aprovechaba todo” (Agustina Castro, Pichidegua)
“Antes había pequeños almacenes, emporios les llamaban, y se compraba por pequeñas cantidades porque no se disponía de dinero” (Ruperto Trujillo, Quinta de Tilcoco)
De esta manera, la dimensión cultural de la alimentaciónes muy significativa y remite a la identidad de la época de las haciendas. Las cocinas son expresiones identitarias de las diversas comunidades y pueblos, y forman parte de lo que hoy se considera como patrimonio cultural, en tanto construcción social que les otorga valor a ciertas expresiones(como la cocina) que son significativas culturalmente y poseen un poder singular de representar identidad y se convierten en lugares de memoria de un grupo social.
Por tanto, la cocina de la infancia de la que hablan los habitantes de la provincia, son el germen que sustenta su carácter patrimonial; ya que actúa como aglutinante cohesionando al grupo, siendo una manifestación material y simbólica de su memoria e identidad colectiva. De esta forma, la cultura alimentaria tradicional o de la época de las haciendas de la zona central, se materializa en las preparaciones que describen y recuerdan de su infancia, aprendidas de sus abuelas y madres, y que con el paso de los años han ido experimentado transformaciones.
“Antes la comida era sana. Mi abuelita preparaba cazuela de gallina de campo, el caldo era amarillo y las zanahorias estaban en el huerto (…) En todas las casas había gallinero (…) El abuelo era muy devoto de la Virgen del Carmen. Él criaba animales y sembraba en los montes donde había vertientes. Sembraba zapallos, papas, porotos (…) En el verano había poroto verde y choclo (…) Se usaba mucho el mote para las comidas. Se hacia porotos con mote, papas con mote. En la casa [para la hora de almuerzo] había siempre dos platos, era una cazuela o carbonada y de segundo, porotos, que no faltaba” (Gladys Moya, Quinta de Tilcoco)
En consecuencia, hay que tener presente que tanto la cultura, la identidad y el patrimonio son procesos dinámicos de construcción social que se encuentran en una constante reelaboración, transformación y tensión.
En ese sentido, el impacto de la globalización, la modernización, relacionada con el desarrollo tecnológico e industrial, la intensificación de la industria alimentaria y los cambios en los sistemas productivos y agroalimentarios, a partir de la segunda mitad del siglo XX, han transformado las cocinas a nivel mundial y local. Estas transformaciones y tensiones las podemos reconocer en los testimonios con los que hemos trabajado. En particular en nuestro país, las transformaciones agrarias comienzan con los intentos de modernización de fundos y haciendas. La Contrarreforma Agraria, a mediados de la década de 1970, y la profundización del capitalismo agrario, el modelo neoliberal de las ventajas comparativas provoca cambios en los sistemas productivos, orientados al mercado externo (Valdés,1992). La idea de progreso está relacionada con la de desarrollo y crecimiento económico (medido mediante el PIB), y la modernización como cambio social y cultural.
Estos cambios también se expresan en las condiciones materiales, los relatos dan cuenta de ello, en tanto el desarrollo tecnológico comienza a llegar a las zonas rurales. Ejemplo de esto es el paso del fogón con hornilla a nivel del suelo a cocina a leña, para posteriormente pasar a utilizar la cocina a gas. Obviamente que estos adelantos dependerán del poder adquisitivo de cada familia, pero su uso también modifica el sabor de los alimentos como también las prácticas dentro del espacio y la preparación de la cocina. Lo mismo ocurre con los electrodomésticos y la modificación que se da en torno a la manera en cómo se realiza la molienda de los granos como también las técnicas de conservación de los alimentos, gracias a la refrigeración y congelado.
Desde el aporte que podemos desarrollar desde la antropología, la lectura que podemos realizar no se delimita sólo al acto de satisfacer las necesidades biológicas e ingerir nutrientes, sino que se centra en todo el proceso que rodea a la alimentación, tanto en sus dimensiones sociales, estructurales y culturales. En este sentido, la transformación que están experimentando las cocinas locales, junto con el crecimiento y especialización de la industria de alimentos, tienen un impacto a nivel cultural como también en los paradigmas alimentarios. De esta manera, las nuevas dinámicas de vida, que han ido transformando el acto de comer, han modificado tanto el ritual de la preparación de los alimentos como el instante mismo en que se materializa la alimentación.
Estos cambios también serán evidenciados en la esfera de la identidad, ya sea a nivel individual, familiar y/o colectivo, ya que los contextos culturales contemporáneos y globalizados han impactado tanto en la cultura, como en los sistemas productivos, en los mercados de trabajo. Estas transformaciones se expresan en los sistemas alimentarios locales y globales, provocando tensiones entre lo que es considerado como tradicional y patrimonial, generando la pérdida de valor de éste por el abandono de su uso o pérdida de relevancia.
“Hoy la gente se alimenta tan mal (…) Todo a la rápida (…) Mis nietos se acuerdan de mis comidas y mis hijas aprendieron de mí y les hacen las mismas comidas a los hijos. Los nietos piden esas comidas y valoran esas preparaciones. Me piden que les avise cuando haga pantrucas” (Gladys Moya, Quinta de Tilcoco)
Es así como identificamos en el relato cómo influye en las cocinas locales las transformaciones y la especialización de la industria de la alimentación, lo que se traduce en un mayor acceso a alimentos, que provienen de diversos lugares del mundo como también el acceso a productos envasados, disponiblesen supermercados.
“Ahora se puede optar por comidas sin grasa y sin lactosa” (Agustina Castro, Pichidegua)
“Hoy es fácil porque en los supermercados se encuentra de todo (…) Ahora no se puede tener gallinero porque la vida es tan rápida. Entonces todo se compra. Lamentablemente el pollo de ahora trae tantas hormonas (…) [Nosotros]evitamos lo artificial, tenemos huerta y consumimos lo que producimos” (Ruperto Trujillo, Quinta de Tilcoco)
En la práctica cotidiana, este fenómeno lo podemos descifrar en las comidas que se preparan en los hogares, las cuales ya no dependen necesariamente de los ingredientes que los rodean en su medio inmediato. Por tanto, podríamos pensar que en ese sentido hay más diversidad al alcance.
Esta distinción entre lo que se comía antes y lo que se come hoy queda muy patente en los testimonios. En todo momento la comparación marca la conversación y se aprecia ese “valor agregado” que se le da al pasado tradicional, independiente de la percepción de la escasez material. Hay un concepto que traspasa lo netamente nutricional y acapara a la vida en su totalidad. En ese sentido, se reinterpreta y asigna la cualidad de “sano o sana” a la vida de antes, al modo en cómo se vivía antes.
“Antes era todo más sano y natural” (María Ignacia Guajardo, Pichidegua)
“Ahora no se come lo que se comía antes, pero antes se comía lo que había porque antes no había otras cosas” (Agustina Castro, Pichidegua)
“[Antes] se comía según las épocas (…) Ahora los sabores nada que ver. Antes eran tan ricas las cosas (…) Antes la comida era más sana (…) La sandía ya no es igual” (Gladys Moya, Quinta de Tilcoco)
“[todos] ayudábamos en la cosecha de tomate, choclo, ají (…) [Teníamos] verduras y frutas frescas en la parcela (…) los porotos se guardaban para el invierno (…) el tomate de hoy es muy distinto a como era antes (…) las comidas han variado, por ejemplo, el sabor del tomate” (Gloria Orellana, San Francisco de Mostazal)
Por otra parte, incluso dentro de este contexto actual de diversidad de productos al alcance, también nos enfrentamos a alimentos que son más fáciles de preparar y que, en su mayoría, podríamos poner en duda su calidad nutricional. De esta manera, se modifica el ritual que rodea a la alimentación, incorporando a nuestra dieta alimentos de fácil preparación, priorizando la eficiencia del tiempo en la cocina, lo que reduce el uso de técnicas y preparaciones culinarias tradicionales que tardan más tiempo en ser elaboradas.
“[La comida actual] se ha echado a perder por el uso de la comida chatarra porque es más rápido, no se dan el tiempo de cocinar (…) [No sé por qué] no preparan [las recetas tradicionales], les da flojera (…) Las alcachofas rellenas, el flan de jurel, las tortillas, las nuevas generaciones ya no las preparan (…) Los niños comen menos verduras y muchas cosas procesadas” (Elena Batista, Olivar]
Estos cambios tienen un impacto tanto a nivel cultural, pero también en los paradigmas alimentarios. Nos enfrentamos a nuevas dinámicas de vida, ya sea en la ciudad o en el campo, las cuales han transformado significativamente el acto de comer y han desestructurado los hábitos alimentarios. Este se ha vuelto una práctica que refleja una individualización en el consumo alimentario y la estandarización de los productos que se consumen, una homogenización de los comportamientos alimentarios (Fischler:1979; Goody:1989). Además, los alimentos “desocializados”(Poulain:2019) que provocan la industrialización y la alimentación contemporánea, pone en cuestionamiento la seguridad alimentaria. Al mismo tiempo, los individuos no nos cuestionamos el con qué, cómo y cuándo nos alimentamos, y si lo hacemos, la decisión se ve influida en base a criterios individuales en torno al precio, calidad y tiempo disponible.
“Estamos viviendo una vida tan rápida, todo se consume preparado. Hasta las ensaladas se compran listas, no es igual a las que uno prepara en la casa. La gente está viviendo rápido, todos trabajan. Los hábitos han ido cambiando (…) el ritmo de la vida nos ha llevado a perder el cariño por hacer las cosas” (Ruperto Trujillo, Quinta de Tilcoco)
Nuestro sistema de vida, la rapidez del cotidiano y los nuevos consumos han generado cambios en las producciones alimentarias. El mercado y la oferta produce lo que satisface la demanda y por ende lo que resulta más rentable. De esta manera, la producción de alimentos o preparaciones consideradas como tradicionales disminuyen o se trasladan a fechas en las que se conmemora algún acontecimiento nacional o celebración especial.
Estos fenómenos pueden ser considerados como una amenaza para la cocina tradicional, sin embargo, debemos verlos como nuevas prácticas que no podemos impedir porque son el resultado de las dinámicas del mundo globalizado. A pesar de ello, el poner en valor la cocina de la zona central tradicional y otorgarle el carácter de patrimonial nos permite volver la mirada hacia lo local y valorar no sólo la cocina como receta tradicional, sino que volcar la mirada desde una perspectiva integral en la que se valore cada uno de los procesos que se relacionan con la alimentación. En esa línea, es fundamental pensar desde un trabajo que se coordine con los distintos actores presentes, desde el pequeño productor hasta las iniciativas que se orientan al desarrollo rural, como, por ejemplo, a través del turismo gastronómico.
Saberes y Sabores del Cachapoal es un proyecto que busca poner en valor el patrimonio culinario de la Provincia del Cachapoal con la finalidad de fomentar el turismo gastronómico de la zona. El patrimonio alimentario se considera parte de la cultura local, como una expresión de las formas de vida tradicionales, y estas incluyen no sólo el alimento, sino que también las formas de producción que están ligadas a una racionalidad ecológica.
En esta línea es que consideramos que la preservación del patrimonio inmaterial culinario debe ir acompañado de la preservación y valoración de los procesos productivos tradicionales como el cultivo agroecológico de la pequeña agricultura familiar. Es el reconocimiento al conocimiento y sabiduría campesina, como a la importancia de la conservación de la biodiversidad y la gestión sostenible de los recursos naturales. Por tanto, se puede considerar como una alternativa a la globalización agroalimentaria.
La propuesta de la soberanía alimentaria desde la vía campesina es una alternativa a la globalización agroalimentaria. La alimentación es un derecho humano fundamental, no una mercancía, y es una precondición para la seguridad alimentaria (Sevilla, Soler: 2010).
El derecho a producir implica la defensa de la agricultura campesina sostenible, por tanto, poner en valor los sistemas de manejo agroganaderos tradicionales orientados a mercados locales que se basan en el conocimiento empírico de la biodiversidad, coinciden con la perspectiva desde la agroecología, que propone un enfoque de análisis alternativo para la comprensión del manejo y diseño de los agroecosistemas así como propuestas para el desarrollo rural y alimentario basado en la recuperación de los conocimientos y formas de organización sociocultural campesinas.
El Estado debe procurar no sólo el diseño e implementación de iniciativas que permitan resguardar el patrimonio cultural culinario, sino que también poner en valor formas de vida que son más respetuosas con los ciclos de la naturaleza y promover un desarrollo rural que incluya retomar a formas de cultivo y producción que generen el menor impacto posible a nuestro ecosistema. Salir del discurso y generar propuestas reales, que pueden ser diseñadas y ejecutadas desde una epistemología y metodología de investigación acción participativa, características del enfoque agroecológico.
*El presente artículo se enmarca en el proyecto “Saberes y Sabores del Cachapoal”, proyecto ganador del Fondart Regional 2024, financiado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.
Texto de Gloria González Godoy, antropóloga de la UAHC
Durante nuestras visitas a estas zonas rurales y al escuchar los relatos testimoniales de hombres y mujeres que viven en las comunas de Graneros, Las Cabras, Machalí y Malloa, constatamos el origen común del que hablamos en nuestra primera columna: la hacienda, que formó a la sociedad chilena mediante una matriz cultural otorgándole un carácter a nuestra identidad como nación.
Muchas experiencias de vida rememoran el pasado y traen al presente un contexto hacendal, con estilos de vida que incluyen conocimientos y sabidurías campesinas, que abarcan modos de vida de hace más de 70 años, ya que los relatos también incluyen los recuerdos de los abuelos y abuelas.
Se mencionan costumbres, prácticas, tradiciones y modos de producción, los cuales se relacionan con las temporadas del año, los cultivos, la crianza de animales y las cosechas. Asimismo, los alimentos y preparaciones tradicionales nos enseñan las formas de conservar, transformar, preparar, compartir y consumir los alimentos.
En las preparaciones tradicionales, que dan cuenta de un modo de vida distinto, se identifican elementos nutricionales como también sociales y culturales, lo que exterioriza elementos de una cultura e identidad, prácticas culturales, tradiciones asociadas a un modo de vida, a una memoria y un origen en común
De acuerdo con lo que propone este proyecto, que es el rescate y la difusión del patrimonio culinario de la Provincia del Cachapoal, podemos identificar en la alimentación diversas temáticas que se repiten y son frecuentes en las distintas comunas que hemos visitado. De la misma manera, nos permite reflexionar sobre varios aspectos de la vida social, económica y productiva de las comunidades visitadas como también en los cambios ocurridos en los estilos de vida y conocer cómo estas transformaciones se observan en la alimentación, en sus continuidades, adaptaciones o en la pérdida de ciertas comidas tan características. Por tanto, se vincula con la identidad de una localidad, de una comuna, región.
Una de ellas, y que es fundamental para poder acceder a estos relatos, es la memoria oral y la transmisión de los conocimientos de la historia local, transferida de generación en generación.
“Yo veía a mi abuelita hacer la cazuela de pollo de campo. En la piedra en que se molía la harina tostada, ella partía el trigo y a eso se le llamaba locro. Ahora se le pone arroz a la cazuela. La cocina de mi abuelita, que era donde vivían mis papás, era de ramas de palmera; ese era el techo. Por los lados era de palitos y embarrada, le tiraban barro. Había un fogón en el suelo (…) también aprendí, porque era muy común, el charquicán de cochayuyo y la chuchoca. En esos años hacíamos la chuchoca en la casa, ahora no, ahora se compra preparada (…) El cochayuyo se compraba a los costinos, recuerdo que venían unos señores con <machos> cargados con sal gruesa y cochayuyo. De repente se intercambiaban por cosas que había en la comuna, por ejemplo, las papas, otras veces se compraba” (Silvina Catalán, Las Cabras, 2024).
Dentro de nuestros entrevistados y entrevistadas, son ellas las que resguardan ese conocimiento, las recetas culinarias y sus preparaciones. Dicha característica nos habla también del rol histórico asignado a la mujer, el del cuidado de la familia, de la reproducción de la vida y del trabajo doméstico como un elemento de género muy marcado.
“Antes se cocinaba mucho la papa con locro, el locro es el trigo (…) yo cocinaba con mi mamá, comencé a cocinar como a los 12 años. La mamá pelaba las papas, hacía un aliño con cebolla, con todo. después echaba a remojar el locro, lo estrujaba y se lo echaba a las papas y lo cocía todo junto (…) la cocina era en el piso, con palos, una fogata. Los hermanos jugaban mientras cocinábamos con la mamá. Nunca fui al colegio porque tenía que ayudar a la mamá” (María Cerda, Las Cabras, 2024).
El vínculo de la oralidad y del papel de la mujer es un tema de gran relevancia y que se relaciona con el objetivo de este proyecto, que abarca la alimentación y las preparaciones tradicionales como un tipo de patrimonio inmaterial.
Gracias a la alimentación podemos interpretar y, como ya se mencionó, reflexionar sobre varios aspectos de la vida social y cómo los procesos de cambios y nuevos estilos de vida, en los cuales la globalización y el sistema en el que estamos inmersos, han influido en las transformaciones alimentarias y en la calidad de lo que comemos.
La alimentación tradicional de la que nos hablan los testimonios dialoga con un sistema de vida rural cimentado en la hacienda, de un sistema de inquilinaje, que se caracterizó por ser un tipo de trabajo basado en el pago de la “obligación” y en el aporte de un trabajador voluntario por familia, como forma de pago por el uso de la casa en la que vivían al interior del fundo. Como remuneración no monetaria, (ya que esta última era muy baja e insuficiente para la reproducción material de la vida), el goce de ciertas garantías como la ración diaria de porotos, la galleta, talaje para animales y un pedazo de tierra para el cultivo de su propia chacra. Es así como estas memorias también nos comunican un tipo de producción tradicional, el que se desarrollaba en las chacras, que se caracterizaban por ser policultivos, lo que les permitía abastecimiento de alimentos frescos y secos, ya sea para los meses de verano como de invierno. A su vez, la cría de aves de corral como también cría de ganado vacuno, porcino, ovejuno, entre otros, les proporcionaba la provisión de carnes y grasas, leche y sus derivados como el queso y la mantequilla. Todo lo anterior permitía y complementaba para la supervivencia de las familias.
“Aprendí ayudando a mi mamá (…) mi abuelo materno trabajaba en la hacienda los Coligues, se llamaba “cumpliendo por la casa”, porque en el fundo les daban la galleta, la ración de porotos (…) Teníamos una huerta, eran potreros grandes, y el abuelito plantaba cebolla, tomate, choclo, gran cantidad de porotos porque era lo que más se consumía, ajo, de todo. A veces no había plata porque éramos pobres, éramos muchos y pobres. Lo que hacía mi mamá era hacer quesos frescos y los cambiaba por azúcar, pan, así fue como nos criamos. [para el almuerzo] en la casa se comía mucho el pollo porque criaban muchas aves, cazuelas, pantrucas, lo que antes llamaban rebozados, machos ahogados. Todo eso era cuando estábamos en la hacienda Cauquenes. Después en Coligue [mi] abuelita seguía sembrando en los potreros, pero ahí era solamente para el gasto de la casa (…) mataban un cordero o una oveja y en ese tiempo no había refrigerador. Teníamos unas cosas cuadradas y teníamos mallas que se colgaban y ahí se colgaba la carne y de ahí iban sacando (…) la cocina era una pieza grande, en el medio había un fuego y mi mamá tenía unas cosas donde colgaban las ollas. En una parte ella cocía el pan, las tortillas, y también los cocía en unos tarros. Yo ocupé mucho esas cosas cuando llegamos a esta casa (…) la mamá hacía la harina tostada, se usaba la piedra y cuando se hacían las humas también (…) para el almuerzo [se preparaba] cazuela, porotos, se hacía muy poco los tallarines o arroz (…) se cosechaba porotos, se comía lo que se producía en la huerta (…) antes se usaba mucho los porotos verdes, ensalada de choclo y todo fresquito recién salido de la mata (…) se han perdido varios platos [preparaciones] como el charquicán” (Marta Rodríguez, Machalí, 2024).
Es decir, observamos en los relatos un tipo de producción orientado en la autosubsistencia, a baja escala, característica de la agricultura tradicional, en la cual hay poca tecnificación y ausencia del uso de tecnología. Por tanto, la producción depende de la capacidad física del agricultor/trabajador rural y de quienes le colaboran en las tareas propias para el abastecimiento de la familia. Asimismo, se utilizan conocimientos y sabiduría campesina, ya sea en los modos de la producción como en las técnicas de cultivos. Por tanto, las preparaciones tradicionales presentes en los relatos dan cuenta de que la alimentación estaba muy marcada por las estaciones/temporadas y por el tipo de agricultura que caracterizaba a nuestra sociedad hace mas de 70 años atrás. Por consiguiente, estos testimonios describen el sistema productivo que existía en nuestro país, el cual poseía características muy diferentes a las actuales, el que se orienta al mercado externo y a la agroindustria.
“[recuerdos de comidas típicas de su infancia] porotos con cochayuyo, porotos con chuchoca, papas con chochoca, caldillo de papas, pantrucas, machitos ahogados, sanco, sopa de pan, tortilla de rescoldo (…) [antiguamente se consumía] los tomates de huerta porque antes no había tomatales. Los tomates de antes eran rosados, lindos, muy ricos, muy distintos a los de ahora (…) la cocina era de ladrillo y se cocinaba en una hornilla en el suelo, una hornilla con ladrillos abajo, con una cierta altura y los fierros, se cocinaba a fuego (…) no había luz ni refrigerador (…) el dinero no alcanzaba y criaban gallinas, pavos, se vendían los huevos y así nos sostenían (…) en la casa siempre se usó en la tarde [para la once comida] hacer sanco, en un sartén se picaba cebolla, se freía la cebolla con verduras, si había, se le echaba agua y después la harina tostada. Y era sanco para todos, y eso llenaba mucho [satisfacía] más un tecito con azúcar quemada si no había té, con una hoja de boldo o cualquier hojita de hierba” (Julia Pino, Malloa, 2024).
Frente a estas memorias, podemos evidenciar que los procesos de modernización y globalización han provocado transformaciones en la forma de alimentación, tanto en los alimentos que se consumen, en sus preparaciones, en el cómo los obtenemos como también en las fechas o temporadas en las cuales podemos acceder a ellos. Por tanto, la memoria culinaria nos permite interpretar no solo el cómo se vivía y lo que se consumía sino también los cambios en los sistemas de producción y en las transformaciones de la cultura. Es decir, podemos constatar que las memorias de las comunidades no solo mencionan los cambios económicos, políticos, sociales, culturales, internos y externos, sino que también dan cuenta de las transformaciones en los estilos o modos de vida, hablan de paradigmas y/o maneras de ver la vida, de significar el presente, de la valoración que le dan al pasado y de alguna manera, se esboza una proyección del futuro.
La agricultura moderna, en cambio, incorpora la ciencia y la tecnología con la finalidad de alcanzar la eficiencia entre el tiempo y los recursos asociados a la producción y conseguir una mayor cantidad y calidad en la producción. La industria alimentaria tiene por objetivo abarcar la demanda interna y externa de productos, satisfaciendo la necesidad de los mercados y comercializar la producción. Se aplica la utilización de maquinaria que permitan reducir los riesgos asociados a factores climáticos y de mano de obra, como también al uso de técnicas de cultivos, sistemas de riego, utilización de agroquímicos como fertilizantes y para el control de plagas, la manipulación genética de las semillas, paquetes tecnológicos, que la diferencian notablemente del sistema tradicional de agricultura presente en los relatos orales.
Estamos frente a un cambio notable en la producción de los alimentos y en la forma en como nos alimentamos. Jean-Pierre Poulain (2019), sociólogo francés, plantea algunas características transversales que nos ayudan a comprender estos cambios en la alimentación contemporánea. Estos rasgos aluden a la mundialización y los movimientos de deslocalización. En la actualidad se observa un mayor acceso a alimentos que provienen de distintas partes del mundo, resultado del avance y del desarrollo de empresas transnacionales agroalimentarias, que distribuyen los más variados productos alimentarios en distintas partes del mundo como también a las modificaciones genéticas de las especies/semillas y que le otorgan un mayor tiempo de duración a los alimentos postcosecha. Ejemplo de lo anterior, es el tomate larga vida que encontramos todo el año en Chile o las cerezas que distintas agroindustrias presentes en nuestro país exportan al extranjero, especialmente a China, las cuales viajan largas semanas en barco para llegar a las mesas para el Año Nuevo Chino todos los 29 de enero de cada año. A estos fenómenos se les conoce como deslocalización, es decir, alimentos presentes en distintas latitudes desconectados de su raíz geográfica o de sus limitaciones climáticas asociadas.
“[antes] nos alimentábamos con lo que daba la huerta más lo que se podía comprar (…) En verano se comía lo que había por temporada, como tomates, lechugas, sandía, melón, la alimentación era según la estación (…) el sabor del tomate ha cambiado, antes era un tomate sano, era de diciembre a abril” (Brígida Becerra, Malloa, 2024).
Otra cualidad de la alimentación contemporánea es la industrialización, generando alimentos “desocializados”, lo que implica que los comensales desconocen el trabajo que implicó el desarrollo o cultivo de dicho producto, como también los saberes, conocimiento y orígenes de los alimentos que consumen.
“[al almuerzo] se usaba mucho la pantruca, el charquicán, las legumbres se comían mucho, ahora es muy poco (…) esas legumbres a veces se cultivaban porque mi papá hacía un huerto grande, en mi casa había huerto porque vivíamos a la orilla de una acequia y bajaba el agua del cerro. Ahí el papá sembraba sandías, porotos, choclo (…) [el papá se llamaba Juan y para San Juan se celebraba en familia] y siempre se mataba un chancho y se hacían perniles, arrollado, prietas, se guardaban los chicharrones, la manteca, porque antes el pan solo se hacía con manteca de cerdo” (María Cerda, Las Cabras, 2024).
La industrialización también modificó la estacionalidad de los productos y de ciertas preparaciones, permitiendo su permanente disponibilidad. Ejemplo claro de este fenómeno y también los relatos dan cuenta de ello es la posibilidad de preparar y consumir choclos, humitas y porotos granados congelados durante todo el año.
“[las comidas estaban relacionadas con las temporadas] por ejemplo, en verano había choclo. Recuerdo que la mamá y la abuelita preparaban las humas en la temporada del choclo. En esa época no había refrigerador para congelar. Ahora se preparan las humas el día que se quiera (…) las papas con locro mi marido me las come porque su abuela también las hacía, pero los nietos o hijos que llegan de visita no le comen eso, los machos ahogados tampoco (…) Yo creo que comía más sano antes porque ahora todo lo que viene envasado viene con, como no tan natural (…) si uno plantaba cebolla, uno le arrancaba el pasto, podías darle sus 3 picadas, limpias, se decía <vamos a limpiar las cebollas> y ahora no. Ahora la cebolla la plantan y le ponen químico y no le sale pasto” (…) Se plantaba según la temporada, ahora los sabores han cambiado (…)” (María Cerda, Las Cabras, 2024).
La industrialización relacionada con la transformación de los alimentos también trajo consigo un cambio en los saberes y los afectos asociados al momento de cocinar. Encontramos alimentos o preparaciones deslocalizados, sin identidad. Podemos acceder a comida preparada y congelada. No sabemos que estamos comiendo y cómo fue preparado dicho alimento o ingrediente.
Esto nos conduce también a identificar los cambios o modificaciones en las maneras de comer, lo que implica que la alimentación es un elemento del cotidiano, sin relación con el colectivo, con cambios en la cantidad de platos en cada comida del día, modificación en los horarios y tiempos dedicados para la alimentación.
“Ahora se usa mucho el arroz y el tallarín (…) la comida de hoy es pura chatarra (…) Yo creo que [el cambio en las preparaciones] es por la falta de tiempo. La gente siempre anda, ahora la mujer trabaja mucho, antes era el hombre el que trabajaba para llevar el sustento a su casa, ahora son los dos (…) Ahora hay mucha comodidad, antes no había esas comodidades. Antes, a los 7 u 8 años, recién supimos lo que era ponernos zapatos, solo usábamos alpargatas, y así nos criamos, con lo más básico, lo más barato. Y nunca un colegio cerca, eran lejos. Ahora todos se movilizan en locomoción. Por eso creo que ahora la comodidad lleva a tantas cosas que están pasando”(Marta Rodríguez, Machalí, 2024).
La vida moderna y su ritmo acelerado, la exigencia del trabajo y de la productividad individual, no permiten que las personas puedan alimentarse en un tiempo pausado, nutrirse efectivamente con lo que consume. Esto se relaciona con el riesgo que se asume al consumir lo que el mercado nos ofrece y el desconocimiento de la calidad de lo que estamos consumiendo.
“[en cuanto a la cocina actual] era más rica la de antes porque no tenía tanto químicos, la carne de ahora tiene muchas hormonas. Los pollos de campo se crían con maíz y verduras y son más sanos (…) ahora por el apuro, toda la gente está acelerada, la calidad de lo que comemos es menor. La gente come rápido, antes era todo más calmado, ahora todo es acelerado” (Brígida Becerra, Malloa, 2024).
La globalización y el avance de la industria agroalimentaria, junto con la pérdida de hábitos alimentarios saludables, la estandarización del gusto y el acceso a distintos productos de diversas partes del mundo, han colaborado con el abandono de estilos de vida pausados y respetuosos de los ciclos naturales, dando paso a un cambio alimentario y en las formas y dinámicas de vida.
En las diversas preparaciones culinarias, observamos ingredientes que contienen una historia, una herencia cultural, que le da forma a nuestra manera de relacionarnos con la comida. Es decir, la cultura influye en nuestros hábitos alimentarios y estos hábitos han ido cambiando con el pasar del tiempo, la cultura y los sistemas de vida se han transformado y, de alguna manera, también se han ido adaptando a los nuevos tiempos, corrientes, modas y estilos de vida.
*El presente artículo se enmarca en el proyecto “Saberes y Sabores del Cachapoal”, proyecto ganador del Fondart Regional 2024, financiado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.
Texto de Jaime Jimenez De Mendoza, Dir. área Turismo y Gastronomía IP-CFT Santo Tomás y presidente ASEGMI O´HIGGINS
La gastronomía, entendida en su totalidad como el estudio de los alimentos, su ciencia, y las
técnicas de preparación, va más allá de un simple proceso de transformación de productos para
satisfacer necesidades fisiológicas o de placer. También incluye un análisis del entorno en el cual
ese proceso se desarrolla, el espacio que lo enmarca, las herramientas, y los elementos culturales
que le dan sentido y contexto. De esta manera, la gastronomía no se limita a lo que ocurre dentro
de la cocina, sino que se extiende a lo que representa, a la historia que cuenta, a los relatos que se
tejen alrededor de los ingredientes, los métodos de preparación y el entorno. En este contexto, la
disciplina culinaria se abre paso en nuevas formas de enriquecer la experiencia gastronómica a
través de la creación de relatos que la acompañan, paisajes que la acogen y elementos identitarios
que, lejos de ser meramente decorativos, la hacen relevante y significativa.
De la artesanía
Uno de los aspectos más interesantes de la gastronomía chilena es la labor de los artesanos que, a
través de su oficio, complementan las experiencias culinarias con productos cuya manufactura no solo tiene un valor estético, sino que también simboliza la conexión profunda con la historia y la identidad de nuestras comunidades. En este sentido, Chile cuenta con una rica tradición artesana que se expresa en diversas formas de trabajo de la tierra y materiales autóctonos, los cuales se manifiestan en productos que van desde utensilios de cocina hasta decoraciones que acompañan el plato. Esta artesanía no solo embellece los espacios gastronómicos, sino que también aporta una capa adicional de significado y pertenencia.
Uno de los ejemplos más representativos de esta tradición es el trabajo en piedra de Pelequén,
realizado por los canteros, quienes transforman la piedra rosada y el granito en piezas utilitarias
únicas e irrepetibles, que complementan la preparación y presentación de los alimentos.
Morteros, pocillos y platos, por ejemplo, no son solo objetos funcionales, sino que se convierten
en elementos que enriquecen la experiencia gastronómica. Además de su utilidad en la cocina,
estas piezas aportan una estética propia, vinculada directamente con la identidad cultural del
lugar de origen.
Otro ejemplo destacado es la greda de Pañul, que forma parte de la larga tradición alfarera de
Chile. Esta arcilla, trabajada a mano mediante moldes artesanales, tiene propiedades únicas que la hacen más resistente a las altas temperaturas, permitiendo su uso en la elaboración de piezas de larga duración. Lo que la hace aún más especial es la mezcla de arcillas plásticas de la zona, que, al ser sometidas a altas temperaturas, adquieren una tonalidad beige-damasco que le otorga a las piezas una belleza distintiva, ideal para ser utilizadas en la gastronomía. Estos productos de
cerámica, que incluyen desde cazuelas hasta platos y fuentes, no solo son útiles, sino que también reflejan el carácter y la historia del territorio, haciendo de cada pieza una obra de arte que narra la tradición de la comunidad.
El mimbre de Chimbarongo es otro ejemplo claro de cómo la artesanía local complementa la
gastronomía, no solo en lo que respecta a los utensilios de mesa, sino también en la decoración de los espacios donde se lleva a cabo la experiencia culinaria. Los productos de mimbre, que incluyen canastos, cestas y otros objetos utilitarios, aportan una atmósfera única a los restaurantes, hogares y mercados. El mimbre, con su textura natural y su capacidad para ser moldeado en diversas formas, conecta al comensal con la tradición del trabajo manual y la cultura local, elevando la experiencia gastronómica al añadir una capa de calor y rusticidad al entorno.
La cerámica de Lihueimo, también juega un rol fundamental en la gastronomía chilena. Las figuras patrimoniales de esta localidad recrean escenas tradicionales de la vida campesina, en las cuales la cocina chilena tiene una de sus expresiones más auténticas. Estas piezas no solo son hermosas, sino que son representaciones de la tradición, la reunión social y familiar, y las técnicas culinarias ancestrales. Desde las figuras que recrean escenas de trabajo en el campo hasta aquellas que muestran la presencia de maquinaria tradicional utilizada en la producción de alimentos, las piezas de cerámica de Lihueimo se convierten en testimonios tangibles de nuestra cultura gastronómica.
Estas figuras tienen el poder de transportar al espectador a otro tiempo, al mismo tiempo que dan forma y profundidad a la historia de la cocina chilena.
La importancia de la manufactura artesanal chilena radica en su capacidad para estructurar una
gastronomía coherente con el territorio del cual forma parte. Estos productos artesanales no son
meros adornos o elementos secundarios, sino que son parte esencial de la experiencia culinaria,
representando la conexión directa entre los ingredientes y los espacios donde se consumen.
Incorporar estos productos en los restaurantes y en el ámbito gastronómico en general no solo
permite visibilizar el trabajo de los artesanos, sino que también aporta un componente de
autenticidad y pertenencia a la gastronomía local.
De la gastronomía
A pesar de esta rica variedad de productos y tradiciones, muchas veces se me ha preguntado cuál
es el plato representativo de la región de O'Higgins, o de otras zonas de Chile, y la respuesta no es
sencilla. En mi opinión, la cocina de esta región no se puede reducir a un único plato, ya que su
despensa es vasta y diversa. La gastronomía de la zona central de Chile, y especialmente de
O'Higgins, abarca una amplia gama de productos que no se limitan a unos pocos ingredientes o
recetas, sino que incluyen una variedad de insumos que, al ser aprovechados de manera
adecuada, permiten crear una cocina rica y variada. La crítica que se puede hacer a la
popularización de ciertos platos radica en que, al enfocarse únicamente en algunos de ellos, se
está dejando de lado una rica canasta de productos que podrían ser igualmente importantes. La
estacionalidad, tan fundamental en la gastronomía, también se ve relegada en esta dinámica,
olvidando productos valiosos que merecen ser destacados.
En este sentido, la gastronomía de O'Higgins es un claro ejemplo de la riqueza natural que posee
Chile, una despensa tan diversa y maravillosa que cualquier país desearía tener. Desde la uva y el
maíz hasta los mariscos y vegetales locales, la región es un verdadero tesoro culinario que merece
ser explorado y aprovechado al máximo. La clave está en reconocer la calidad de nuestros
productos, en aprovecharlos de manera responsable, y en integrarlos en la cocina local, desde la
casa hasta los restaurantes. La importancia de mostrar la variedad de nuestra despensa es crucial
para poder expandir el repertorio gastronómico de la región y, al mismo tiempo, dar a conocer las posibilidades que ofrece nuestro entorno natural.
Del patrimonio
El respeto por el patrimonio gastronómico histórico es, sin duda, esencial, pero también es
necesario continuar creando nuevas recetas y adaptaciones que respondan a las necesidades de
las sociedades modernas. Las recetas que hoy creamos, incluso aquellas influenciadas por otras
culturas, pueden convertirse en patrimonio dentro de dos siglos, reflejando la evolución de las
técnicas culinarias y los gustos de las generaciones futuras. Este proceso de desarrollo debe incluir tanto productos endémicos como aquellos que hemos incorporado a nuestra tradición a lo largo del tiempo, recordando que la gastronomía es un constante flujo de influencias, técnicas e ingredientes que se entrelazan para satisfacer tanto las necesidades fisiológicas como los deseos
de placer de las personas.
La despensa de O'Higgins es, por tanto, un reflejo de la diversidad y riqueza que caracteriza a toda la gastronomía chilena. Desde sus productos agrícolas hasta los frutos del mar, pasando por sus carnes y sus quesos, la región es un auténtico crisol de sabores y aromas que esperan ser
descubiertos. El desafío está en saber aprovechar esta riqueza, en mostrarla de manera
innovadora y en valorizarla como un patrimonio culinario que puede competir a nivel mundial.
Cada localidad, cada pequeño rincón de la región, guarda un tesoro gastronómico que merece ser conocido, degustado y disfrutado. La gastronomía chilena tiene un potencial enorme, y es tarea de todos quienes formamos parte de este ecosistema, ya sea como productores, chefs, consumidores o artesanos, llevarla al siguiente nivel, transformando nuestros productos locales en embajadores de nuestra cultura a nivel global.
Finalmente, es importante recordar que la gastronomía no solo debe ser vista como un producto
terminado en un plato, sino como un proceso que involucra a toda una comunidad: desde los
agricultores, pescadores y ganaderos, hasta los artesanos que crean los utensilios y los espacios
que enmarcan la experiencia culinaria. Este enfoque integral, que va más allá de la simple
elaboración de alimentos, es el que ha permitido que en otros países, especialmente en Europa, la
gastronomía se haya convertido en un motor económico importante.
Al integrar la cocina con elturismo y la valorización de los productos locales, estas naciones han logrado posicionarse comodestinos gastronómicos de referencia, generando prosperidad para sus habitantes y reconocimiento internacional. Esta es una estrategia que Chile debe seguir, promoviendo no solo sus productos, sino también a sus productores y artesanos como patrimonio humano vivo, fundamentales para la construcción de una gastronomía auténtica, sostenible y de calidad.
Gloria González Godoy, antropóloga de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano
Codegua, Coinco, Coltauco y Doñihue son las comunas que se incluyen en este texto que pretende, mediante el análisis de las entrevistas realizadas a mujeres y hombres que viven en dichas comunas, junto con la revisión bibliográfica relacionada al tema, rescatar y poner en valor las memorias y relatos orales de los participantes y difundir nuestro trabajo en la zona en relación a la memoria gastronómica considerada como un elemento del patrimonio cultural inmaterial de la región del Libertador Bernardo O´Higgins.
La Hacienda como Matriz Cultural
Cuando nos aproximamos a estas comunas que pertenecen a la Provincia del Cachapoal, ubicadas en la VI región de nuestro país, y nos adentramos en sus características, que dan cuenta de su identidad o identidades, resulta imposible no pensar en la época de las Haciendas, institución que perduró por más de dos siglos en gran parte de la zona central de Chile, desde la época de la Colonia hasta el proceso de Reforma Agraria (1964-1973).
Este sistema funda una manera de habitar el espacio y estableció desiguales modos de relacionarse con la propiedad rural, dando origen a una estructura social y asentando las relaciones entre los diferentes grupos que fueron resultado del proceso de mestizaje entre indígenas, mestizos y españoles. Para Sonia Montecino (1991) el mestizaje fue un fenómeno fundacional en nuestra cultura latinoamericana, ya que reúne diversas culturas, instaurando un Ethos particular que influye significativamente en nuestra cultura mestiza modelando la construcción social de las diferencias sexuales y en las identidades de género. De esta manera, el origen colonial de la hacienda va asignando, al mismo tiempo, los atributos de lo masculino y lo femenino al interior de sus fronteras.
Es decir, el sistema hacendal formó a la sociedad chilena mediante una matriz cultural que dio un carácter a nuestra identidad como nación. La hacienda no sólo conservó la propiedad de la tierra, sino que a su vez reguló los espacios rurales, organizó la producción a través del sistema de inquilinaje, como también detentó el poder económico y político. En consecuencia, ejerció una dominación sobre el territorio, sobre las personas y sus cuerpos, como también sobre sus destinos. Estableció un sistema de servidumbre rural apoyado por la institución eclesiástica que reforzó su legitimación a través de la evangelización, estableciendo normas de convivencia y comportamiento, definidas desde la moral católica, con la finalidad de disciplinar a la población residente en sus dominios.
Para José Bengoa (1996) “(…) La identidad de este país ha estado principal y casi exclusivamente basada en un modelo cultural global proveniente de la antigua experiencia rural de la sociedad. La ruralidad, verdadera o aparente, ha sido el modelo de identidad nacional, el modelo de convivencia nacional, el modelo valórico, que ha unido, que ha interpretado a los chilenos, en especial a su clase media y obviamente a sus clases populares (…)” (1996:65)
Es así como el paisaje de la zona rural del centro de nuestro país se caracterizó por la presencia de las haciendas que convivían con áreas de pequeña propiedad, ciudades, pueblos y aldeas. Al interior de estos espacios, las actividades se orientaban a la producción agrícola y ganadera, amparadas en el sistema de inquilinaje y del peonaje rural.
El sistema hacendal (Valdés; Rebolledo; Willson: 1995) se caracterizó por tener una población cautiva, inquilinos obligados y voluntarios, a los cuales les pagaba por su trabajo mediante un sistema mixto de remuneración, que se basaba en un pago mínimo en dinero y regalías, entre ellas, el derecho a usufructuar de una porción de tierra (raciones), a huerto (cerco) y talajes, como asimismo a casa y comida.
Durante la primera mitad del siglo XX lo rural aún tenía un gran peso en nuestro país y la hacienda junto con el inquilinaje perduraron hasta la Reforma Agraria en la década de 1960, imprimiendo profundamente las características de la sociedad agraria tanto en Chile como en Latinoamérica.
Por consiguiente, es de gran relevancia el contexto cultural de la provincia de Cachapoal y los procesos históricos que se fueron desarrollando desde la colonia, pasando por la conformación de Chile como país, hasta nuestros días, ya que este sistema, parafraseando a José Bengoa (1990), “ha sido una clara expresión de la desigualdad social en la sociedad chilena del siglo XX”
Las condiciones de vida de la población rural eran muy diferentes a las condiciones materiales de las familias terratenientes, y en los testimonios de los habitantes de las comunas de Coinco, Codegua, Coltauco y Doñihue, en su mayoría hijos de inquilinos o de pequeños propietarios, la desigualdad y la pobreza es un elemento constitutivo de sus memorias. Al preguntar por el espacio destinado a la cocina, todos recuerdan que era un lugar sencillo, y que la cocción de los alimentos se realizaba en el piso utilizando la leña para armar el fuego que permitía la preparación de sus comidas.
Los testimonios dan cuenta de la pobreza rural, característica que atraviesa los relatos de los habitantes de estas comunas:
“… la cocina estaba separada de la casa, se cocinaba con hornilla en el suelo y con olla con aro” (Luisa Valdés, Codegua)
“… si antes no teníamos nada, apenas teníamos una banca donde sentarnos, de a poco fuimos surgiendo, no teníamos tele, radio, ni cocina, si cocinábamos siempre en el fuego” (Rosa Osorio, Codegua)
“… primero era una cocina preparada así rústica de barro (…) con sus respectivos largueros, ahí, o sea, su fierro. Y ahí ponía una plancha mi mamá, mi papá, que la arreglaba con una salida así para cada olla. Y después llegó la cocina a leña, la cocina económica que se llamaba. Ahí tenía un caldero, mi mamá tenía agua caliente y ahí preparaba las tres ollas de comida mi mamá. Después llegó la cocina a gas…” (José Césped Soto, Doñihue)
“… Bueno, en el fuego, así en el suelo hacían...” (Cecilia Catalán Miranda, Doñihue)
“…Hacían fuego en el suelo. Y también hicieron después, tenían horno para hacer el pan un poco más allá. Y tenían una hornilla con ladrillo. Pero más le gustaba a ella hacer el fuego, porque cuando había poco pan, ella hacía una tortilla, la cocía y tenía listo…” (Olivia Soto, Coinco)
“…La cocina antigua, como una pieza grande, con un fogón y los asientos por el lado, donde uno se sentaba; en un lado la leña, al otro lado estaban las papas, una mesa donde estaba un armario con las ollas. Eso era la cocina…” (Elena Margarita Córdova, Coinco)
“…Era en el suelo nomás. Con leña…” (María Gladys Rivera, Coltauco)
“… Mi mamá heredó una cocina a leña de fierro, la recuerdo, era negra la cocina, que se ponía todo arriba. Y tenía horno, obviamente. Y una cuestión cuadrada, así, donde se colocaba el agua caliente. Una caldera, así que se sacaba al lado. Y era de fierro, de hecho, todavía está la puerta en la casa, está intacta la puerta…” (Sonia Acevedo, Coltauco).
Al escuchar los diversos relatos podemos observar que la alimentación cumple un papel fundamental en la construcción de las identidades. Lo que comemos, cómo lo comemos y cuándo lo comemos, da cuenta de una larga historia y de procesos de mestizaje que ha dado paso a una cocina criolla que mixtura alimentos provenientes de diversas latitudes a lo largo del devenir histórico.
Los relatos describen numerosas preparaciones que aún se consumen en el campo, entre ellas la cazuela, pastel de choclo, humitas, prietas, queso de cabeza de chancho, costillar, arroyado, charquicán de cochayuyo, pescados de agua dulce fritos, sopa de pan, pantrucas, machitos ahogados, bizcochos, hojuelas, pan de huevo, miel de melón, conservas, mistelas, por nombrar algunos.
Algunas de estas preparaciones también se conocen en las ciudades, muchos y muchas crecimos consumiendo algunas de estas recetas que utilizan ciertos ingredientes que antes eran muy marcados en ciertas temporadas del año. A su vez, es necesario un proceso de preparación y la dedicación de tiempo para su elaboración.
Al contrario, también hay platos presentes en las memorias y que se han dejado de preparar, incluso algunos que se han ido perdiendo. Sin embargo, la comida, los alimentos y las preparaciones dan cuenta de una forma de vida, y se convierten en un elemento identitario, que se encuentra en constante cambio, transformación y adaptación.
De acuerdo con Sonia Montecino cada ingrediente que compone una preparación “(…) nos arrojará siempre a las particularidades de una historia en donde lo personal se entrevera con lo colectivo, lo simbólico con lo económico, el poder con la subordinación (…)” (2015:24)
En este sentido, queremos destacar la importancia de las legumbres dentro de la dieta campesina. Será la ración de porotos un recuerdo elemental dentro de la alimentación y de la memoria gastronómica de la provincia del Cachapoal, marcada fuertemente por el pasado hacendal.
“… mi papá era inquilino y sembraban maíz para todo el año, porotos para la temporada…cada familia criaba sus animales y aves…teníamos vacas y leche…tb una huerta”, “se cocinaba mucha legumbre, prácticamente todos los días”, “[para el almuerzo] eran dos platos, siempre legumbres” (Luis Valdés, Codegua)
“… en la llavería era donde destinaban a la gente, les daban el pan, una galleta, que era como las tortillas de ahora, grandes. También ahí les daban la ración a los trabajadores que venían por la temporada y las galletas…” (Rosa Osorio, Codegua)
“… [los porotos] pero esa era la comida diaria…Mi abuela cocinaba cuando llegaron aquí y estábamos nosotros, era una leña la cocina, había un fogón así y con unos fierros ahí y la cadena que colgaba del techo. Y según como estuviera el fuego donde la iban enganchando [la olla] por arriba. Ahí mismo ponían las cayanas, pues eran unas cositas así que tenía igual así tan anchita y la colgaba” (José Césped, Doñihue)
“…Y lo que más hacían, por los trabajadores y las familias que tenían, eran porotos. Hacían porotos con mote, porotos con... del tallarín me acuerdo poco, pero me acuerdo más del mote, que lo hacía ella…es que los porotos había que hacerlos como segundo plato” (Olivia Soto, Coinco)
“…Era todo tan distinto, era lo básico, todo era con papas, con los porotos, o sea que se cosechaban, porque mi papá era agricultor, entonces él producía todas sus frutas y verduras…” (Elena Córdova, Coinco)
En definitiva, con estas líneas, queremos subrayar que no podemos hablar de una cocina chilena, pues ésta es diversa al igual que nuestras identidades. Hay platos que permanecen en el tiempo, se adaptan y/o se olvidan en el devenir de las sociedades. Sin embargo, persisten en la memoria y en la historia oral, y forman parte de un nosotros, lo que también da cuenta de la relevancia que tuvo la hacienda en la conformación de nuestra identidad, siendo un componente simbólico muy potente en nuestra historia como nación. En este sentido, podemos interrelacionar las cocinas chilenas con la identidad colectiva, la memoria y el patrimonio de la Provincia del Cachapoal.
No obstante, la alimentación contemporánea-actual está atravesando un proceso completamente diferente si la comparamos con la alimentación que mencionan los y las entrevistados/as. La comida actual y sus ingredientes ya no se encuentran determinadas por las temporadas/estaciones, se caracteriza por ser de preparación rápida y se produce con la utilización de agroquímicos, ingredientes artificiales, llenos de preservantes que, a la larga, son dañinos para la salud.
Lo anterior también nos lleva a reflexionar en la seguridad alimentaria y en la soberanía alimentaria, temáticas que en la actualidad están muy presentes en las reflexiones en torno a los modos de producción y, por qué no, también se relacionan con los objetivos de desarrollo sostenible 2030.
Referencias Bibliográficas:
Ø BENGOA, JOSÉ (1990) “Historia Social de la Agricultura Chilena. Haciendas y Campesinos”. Tomo II. Ediciones Sur. Colecciones Estudios Históricos. Santiago, Chile.
Ø -----------------------(1996) “La Comunidad Perdida. Identidad y Cultura: desafíos de la modernización en Chile”. Editorial Catalonia, Santiago, Chile.
Ø GONZÁLEZ, GLORIA (2017) “Memorias en el Valle de Colchagua: Inquilinos y Empleados, reconstrucción de la memoria inquilina de la Hacienda San José del Carmen El Huique”. Tesis para optar al título de Antropóloga Social. U.A.H.C., Santiago, Chile.
Ø MONTECINO, SONIA (1991) “Madres y Huachos. Alegorías del mestizaje chileno”. Editorial Sudamericana. Santiago, Chile.
Ø ------------------------------(2015) “La Olla deleitosa. Cocinas mestizas de Chile”. Editorial Catalonia. Quinta edición, Santiago, Chile.
Ø VALDÉS, X; REBOLLEDO, L; WILLSON, A (1995). “Masculino y Femenino en la hacienda chilena del siglo XX”. FONDART-CEDEM. Santiago, Chile.
Si hay algo que debemos tener en claro es que la cocina chilena – o mejor dicho cocinas chilenas – es mucho más que una simple combinación de ingredientes y sabores: representa un legado cultural que se ha transmitido de generación en generación, convirtiéndose en parte fundamental de nuestra identidad nacional.
Por este motivo, el rescatar y preservar esta memoria culinaria es vital para mantener viva esta identidad y fortalecer los lazos con nuestras raíces culturales. A través de ella podemos explorar historias, tradiciones y modos de vida pasados. ¿Por qué? porque cada plato cuenta una historia y representa una conexión con el pasado que ha sido transmitida en forma oral. En nuestro caso, lo anterior quedó plasmado en los testimonios que un grupo de personas mayores compartió con nosotros durante el recorrido que realizamos por toda la Provincia de Cachapoal.
Es por ello que cuando preservamos nuestras recetas tradicionales y las diversas técnicas culinarias, no solo estamos conservando la herencia de nuestros antepasados sino que también transmitiéndola a las futuras generaciones.
También hay que destacar que la gastronomía juega un papel importante en la cohesión social y la creación de identidad. Los encuentros alrededor de la mesa son momentos de compartir, celebrar y fortalecer los lazos familiares y comunitarios. Las cocinas chilenas nos unen como sociedad y nos permiten valorar y respetar las diferencias regionales y culturales dentro del país. Es a través de ellas que nos relacionamos, compartimos historias y generamos sentido de permanencia.
Por este motivo es fundamental llevar a cabo acciones para preservar y promover la gastronomía nacional como patrimonio cultural inmaterial. Esto implica documentar y recopilar recetas tradicionales, investigar técnicas culinarias ancestrales, rescatar productos locales, fomentar su consumo y promover la educación gastronómica en actuales y futuras generaciones. Asimismo es importante valorar y apoyar a los pequeños productores, agricultores y pescadores locales, quienes desempeñan un rol primordial en la sostenibilidad de nuestra alimentación.
Tenemos claro que nuestra gastronomía es mucho más que una experiencia culinaria: es un tesoro cultural que refleja nuestra historia, tradiciones y diversidad. Creemos que al rescatar esta memoria culinaria y promoverla como patrimonio cultural inmaterial no solo estamos conservando nuestra identidad sino que estamos fortaleciendo la cohesión social y generando un mayor aprecio por nuestra rica y variada gastronomía. Es tarea de todas y todos mantener vivas nuestras cocinas y disfrutar de los aromas, saberes y sabores que nos conectan con quiénes somos.
Equipo Saberes y Sabores del Cachapoal
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